"Me contaron los abuelos que hace tiempo
navegaba en el Cesar una piragua
que partía del Banco viejo puerto
a las playas de amor en Chimichagua"
navegaba en el Cesar una piragua
que partía del Banco viejo puerto
a las playas de amor en Chimichagua"
El río Magdalena fluye con un rugido de soledad inmensa arrastrado por la corriente que, nacida de sus entrañas, lo conduce hacia la muerte en el vasto océano. Hacia ella se precipitan sus aguas vertidas de leyenda, ciñéndose al destino de eternamente devenir. Sin embargo, existe un punto donde el río atenúa su carrera. Las aguas se detienen para acariciar con parsimonia los bancos de una arcilla arenosa, asiento de la Ciénaga de Zapatosa.
Este lugar, premonición de la inmensidad marina en la que finalmente se fundirá el río, bulle de vida. Las aves, teñidas de mil colores, lo invaden todo con sus cantos y sus plumas. Las raíces de los mangles, cubiertas de ostras y caracoles, son los brazos salpicados de costras y lunares que tapizan la piel de la ciénaga. Las corrientes del marjal se retiran calladas en los meses de estío, dejando al descubierto una alfombra de tierna vegetación. Es entonces cuando llegan las sirenas blancas, apacibles como muñecas de trapo. Aparecen los manatíes en Chimichagua.
Llegan a las playas con discresión, anclando en ellas en silencio. Tras pocos días las riberas de la ciénaga se cubren de unas aterciopeladas criaturas, bellas como crisálidas, blancas como la luna. Sus pesados cuerpos, arrojados en el fango, semejan cúmulos de nubes sobre el fondo de un cielo azul claro. Los hombres, conmovidos, comienzan a acercarse con sigilo. La curiosidad es inercia en sus pasos. Las nereidas de los ríos, reinas de las aguas, yacen en las riberas cenagosas, como ofreciéndose en su acuoso pedestal, dignas de culto y temor.
Fascinados, los pescadores elevan sus remos en el aire y con un movimiento elíptico traspasan los cristales del agua hasta herir la profundidad de la laguna. Sus fuertes brazos morenos los conducen con lentitud hacia las emergidas diosas blanquecinas, que retorciéndose en la arena los atraen con sutiles jugueteos, llenos de incitaciones. Las blancas hechiceras de río se anuncian con movimientos inciertos, apenas perceptibles, acompasados por gemidos curtidos de roces de aire. Los hombres avanzan, con sus pechos inflamados de un bálsamo fatal, mezcla de ardor y espanto.
Las piraguas alcanzan la playa, una tras otra, como una bandada de pájaros cuyo vuelo se agota en un prado. Los hombres tocan con sus pies desnudos la fina arena en la que pronto habrán de hundirse, y como el río también corren, precipitándose a su destino. El abrazo en que se funden las criaturas gélidas de blancura con las pieles tostadas de los navegantes, semeja el encuentro del suelo oscuro de la Sierra con sus nieves inmaculadas. El encantamiento, empero, se rompe pasado sólo un instante (el tiempo, espejo quebradizo), y la ausencia se transforma en brisa fresca, que impulsa al río a seguir su curso.
Una atmósfera huidiza queda flotando en las playas de amor de Chimichagua, desoladas al caer la noche. Pero el agua, textura de muerte y renacimiento, torna pronto a sumergirse en el cuerpo infinito del Magdalena, recobrando la vida interrumpida por la danza de tantas luces y sombras. La corriente cobra fuerza, y arrastra consigo un olvido que todo lo sepulta. Con el horizonte en frente, el río avanza hacia el norte sin vacilar, dispuesto a entregarse al hado fatídico de la sal, que le aguarda con su manto de muerte en el absoluto mar.
Este lugar, premonición de la inmensidad marina en la que finalmente se fundirá el río, bulle de vida. Las aves, teñidas de mil colores, lo invaden todo con sus cantos y sus plumas. Las raíces de los mangles, cubiertas de ostras y caracoles, son los brazos salpicados de costras y lunares que tapizan la piel de la ciénaga. Las corrientes del marjal se retiran calladas en los meses de estío, dejando al descubierto una alfombra de tierna vegetación. Es entonces cuando llegan las sirenas blancas, apacibles como muñecas de trapo. Aparecen los manatíes en Chimichagua.
Llegan a las playas con discresión, anclando en ellas en silencio. Tras pocos días las riberas de la ciénaga se cubren de unas aterciopeladas criaturas, bellas como crisálidas, blancas como la luna. Sus pesados cuerpos, arrojados en el fango, semejan cúmulos de nubes sobre el fondo de un cielo azul claro. Los hombres, conmovidos, comienzan a acercarse con sigilo. La curiosidad es inercia en sus pasos. Las nereidas de los ríos, reinas de las aguas, yacen en las riberas cenagosas, como ofreciéndose en su acuoso pedestal, dignas de culto y temor.
Fascinados, los pescadores elevan sus remos en el aire y con un movimiento elíptico traspasan los cristales del agua hasta herir la profundidad de la laguna. Sus fuertes brazos morenos los conducen con lentitud hacia las emergidas diosas blanquecinas, que retorciéndose en la arena los atraen con sutiles jugueteos, llenos de incitaciones. Las blancas hechiceras de río se anuncian con movimientos inciertos, apenas perceptibles, acompasados por gemidos curtidos de roces de aire. Los hombres avanzan, con sus pechos inflamados de un bálsamo fatal, mezcla de ardor y espanto.
Las piraguas alcanzan la playa, una tras otra, como una bandada de pájaros cuyo vuelo se agota en un prado. Los hombres tocan con sus pies desnudos la fina arena en la que pronto habrán de hundirse, y como el río también corren, precipitándose a su destino. El abrazo en que se funden las criaturas gélidas de blancura con las pieles tostadas de los navegantes, semeja el encuentro del suelo oscuro de la Sierra con sus nieves inmaculadas. El encantamiento, empero, se rompe pasado sólo un instante (el tiempo, espejo quebradizo), y la ausencia se transforma en brisa fresca, que impulsa al río a seguir su curso.
Una atmósfera huidiza queda flotando en las playas de amor de Chimichagua, desoladas al caer la noche. Pero el agua, textura de muerte y renacimiento, torna pronto a sumergirse en el cuerpo infinito del Magdalena, recobrando la vida interrumpida por la danza de tantas luces y sombras. La corriente cobra fuerza, y arrastra consigo un olvido que todo lo sepulta. Con el horizonte en frente, el río avanza hacia el norte sin vacilar, dispuesto a entregarse al hado fatídico de la sal, que le aguarda con su manto de muerte en el absoluto mar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario