lunes, febrero 15, 2010

jueves, agosto 06, 2009

La danza de la ciénaga

"Me contaron los abuelos que hace tiempo
navegaba en el Cesar una piragua
que partía del Banco viejo puerto
a las playas de amor en Chimichagua"

El río Magdalena fluye con un rugido de soledad inmensa arrastrado por la corriente que, nacida de sus entrañas, lo conduce hacia la muerte en el vasto océano. Hacia ella se precipitan sus aguas vertidas de leyenda, ciñéndose al destino de eternamente devenir. Sin embargo, existe un punto donde el río atenúa su carrera. Las aguas se detienen para acariciar con parsimonia los bancos de una arcilla arenosa, asiento de la Ciénaga de Zapatosa.
Este lugar, premonición de la inmensidad marina en la que finalmente se fundirá el río, bulle de vida. Las aves, teñidas de mil colores, lo invaden todo con sus cantos y sus plumas. Las raíces de los mangles, cubiertas de ostras y caracoles, son los brazos salpicados de costras y lunares que tapizan la piel de la ciénaga. Las corrientes del marjal se retiran calladas en los meses de estío, dejando al descubierto una alfombra de tierna vegetación. Es entonces cuando llegan las sirenas blancas, apacibles como muñecas de trapo. Aparecen los manatíes en Chimichagua.
Llegan a las playas con discresión, anclando en ellas en silencio. Tras pocos días las riberas de la ciénaga se cubren de unas aterciopeladas criaturas, bellas como crisálidas, blancas como la luna. Sus pesados cuerpos, arrojados en el fango, semejan cúmulos de nubes sobre el fondo de un cielo azul claro. Los hombres, conmovidos, comienzan a acercarse con sigilo. La curiosidad es inercia en sus pasos. Las nereidas de los ríos, reinas de las aguas, yacen en las riberas cenagosas, como ofreciéndose en su acuoso pedestal, dignas de culto y temor.
Fascinados, los pescadores elevan sus remos en el aire y con un movimiento elíptico traspasan los cristales del agua hasta herir la profundidad de la laguna. Sus fuertes brazos morenos los conducen con lentitud hacia las emergidas diosas blanquecinas, que retorciéndose en la arena los atraen con sutiles jugueteos, llenos de incitaciones. Las blancas hechiceras de río se anuncian con movimientos inciertos, apenas perceptibles, acompasados por gemidos curtidos de roces de aire. Los hombres avanzan, con sus pechos inflamados de un bálsamo fatal, mezcla de ardor y espanto.
Las piraguas alcanzan la playa, una tras otra, como una bandada de pájaros cuyo vuelo se agota en un prado. Los hombres tocan con sus pies desnudos la fina arena en la que pronto habrán de hundirse, y como el río también corren, precipitándose a su destino. El abrazo en que se funden las criaturas gélidas de blancura con las pieles tostadas de los navegantes, semeja el encuentro del suelo oscuro de la Sierra con sus nieves inmaculadas. El encantamiento, empero, se rompe pasado sólo un instante (el tiempo, espejo quebradizo), y la ausencia se transforma en brisa fresca, que impulsa al río a seguir su curso.
Una atmósfera huidiza queda flotando en las playas de amor de Chimichagua, desoladas al caer la noche. Pero el agua, textura de muerte y renacimiento, torna pronto a sumergirse en el cuerpo infinito del Magdalena, recobrando la vida interrumpida por la danza de tantas luces y sombras. La corriente cobra fuerza, y arrastra consigo un olvido que todo lo sepulta. Con el horizonte en frente, el río avanza hacia el norte sin vacilar, dispuesto a entregarse al hado fatídico de la sal, que le aguarda con su manto de muerte en el absoluto mar.

miércoles, mayo 06, 2009

Fausto


Fausto recorre los rincones de la casa sin tropezar nunca. Es hábil y lo sabe. Calcula sus movimientos con cuidado y sin embargo no es esclavo de ellos. Su pensamiento lo conduce siempre a lo necesario: un poco de comida (nunca más de lo suficiente), agua, un lugar cálido para dormir y alguna mosca para extinguir el instinto de cazador. Abre sus grandes ojos amarillos como queriendo ser él mismo el lugar donde se encuentra. Cuando me mira dice algo que no puedo entender. Ningún ruido se le escapa, venga del mundo que venga. La pantalla pixelada de sus lentes le facilita captar cualquier movimiento, por insignificante que sea. Y entonces se arroja al abismo, con todas sus siete vidas, deseoso de obtener algo para sí. Luego, cansado, regresa lentamente, buscando la forma de acostarse sobre mis piernas, a esperar la caricia que se desliza siempre suave sobre su lomo. Entonces puede ronronear.

Comenzando

Cómo empezar. Siempre cómo empezar. El final es casi un movimiento involuntario, un fruto de la inercia que con sólo un poco de habilidad puede pulirse. La fuerza de las palabras moldea, arrastra y se choca. Un final puede ser incluso eso: un golpe. No es igual con el inicio. Ahí debe imperar la genialidad, la brillantez. El inicio es un vértice peligroso. Uno puede caer si no hay un punto firme del cual sujetarse.

martes, diciembre 16, 2008

Ella

"Ella.

Sí. Ella fue el primer verso que mis ojos vieron. Fue una luz que me cegó para siempre. No podría decir nada diferente de esto. Mi alma quedó aferrada a su piel. Mi voluntad se perdió en su pelo. Aún hoy, tantos años después, encuentro difícil describir lo que fue ese encuentro. Sólo unos segundos, un cruce de miradas y mi destino quedó sellado. Su nombre vibró en mis labios y ya nunca pude pronunciar otro que me hiciera estremecer. Isabel sabía que no era la más bella, ni tampoco la de mayor ingenio. Pero poseía un encanto que despertaba violentas pasiones en los corazones de todos quienes la conocían. Tanto así que aún las mujeres se disputaban su beneplácito."

Fragmento de un libro todavía por escribir.

domingo, diciembre 07, 2008

Un posible retorno

Cada vez que me acerco a estas líneas siento cómo, en algún momento de mi juventud, decidí arrojarme a ese abismo del mundo literario, comprometiéndome con él mucho más de lo que quizás debería. Aún así, este destino cruel, fatídico y hermoso de ser escritor, es un oficio noble que regala profundas alegrías.

Hace más de un año y medio olvidé este espacio, impulsada por una situación personal que me alejó de las letras por un buen tiempo. Quisiera pensar que es el momento de retornar a ellas. De sentirme nuevamente como en casa aquí, escribiendo para unos cuantos ojos que tal vez aprecien, por lo menos, la cándida torpeza que guía mi pluma, y que pueda ser me conduzca algún día a concebir una idea que merezca ser leída.

domingo, abril 08, 2007

La Cartuja de Parma

La Semana Santa que acaba de pasar ha sido por mucho la más reflexiva de mi vida, gracias a la lectura feliz de esta grandiosa narración de Stendhal. Por vez primera concibo con claridad absoluta los profundos ríos del espíritu italiano. Esta Italia endemoniada, apasionada, imaginativa e indomable que se ha encargado de forjar el alma de nuestra civilización, me ha mostrado que la palabra no puede ser producto más que de su construcción deliberada y entusiasta. La acción es hija del norte; el pensamiento del sur. Las brisas mediterráneas convirtieron al hombre en un ser apasionado, emotivo y orgulloso. Los vientos nórdicos terminaron por cortar todo refinamiento y pulir tan sólo el músculo de lo concreto, donde cada sutileza se ve mutilada por el pragmatismo.

La duquesa Sanseverina me recordó de muchas formas a la lady Clarick de Dumas (si es que acaso, como ya lo decía Balzac, en algo pueden compararse una mujer italiana y una francesa -o inglesa, para el caso da igual-). Tienen ambas ese mismo aire de superioridad y esa capacidad de subyugar a cualquiera que se cruce con su mirada, no sólo por su absoluta belleza, sino por la fuerza incomparable de sus almas. La Sanseverina es Italia. Es todas las mujeres del mundo, y a la vez, ninguna, porque su ingenio es inequiparable. Pensé que era ella la que hacía de La Cartuja una obra universal, como es la cultura (transmitida, como tan claramente lo saben las feministas, por las mujeres) la que hace de Italia una nación universal.

martes, febrero 13, 2007

Un año

Escribí en este espacio durante poco menos de un año, y hace por lo menos otro que dejé de intentarlo. A lo largo de mis veintidós años me he caracterizado por ser alguien obsesivo, pero a la vez y paradójicamente, falto de voluntad. Por un comentario reciente que recibí de alguien a quien quiero, redescubrí estas letras oxidadas de no leerlas, y sentí que fueron un esfuerzo noble. Tal vez ingenuo, pero exitoso en cuanto ejercicio literario y crítico. No sé si regresaré a ellas, pero sé que es tiempo de estirar la voluntad en mí para emprender, con la sobriedad que se merece, el camino hacia el pensamiento, hacia la palabra.

He escrito poco. Un par de cuentos aquí y allá, unos cuantos trabajos académicos que valgan la pena, y estos y otros comentarios azarosos en los que plasmo ideas que quisiera atesorar para cuando llegue la posteridad y su Alzheimer. Pero ahora me pregunto a quién le escribo. Una página en Internet es lo más lastimoso que puede ocurrírseme como respuesta. Así que, querido y solitario lector, con el respeto que le debo (y la enorme gratitud por tomarse el tiempo de pasar sus ojos sobre estas deplorables líneas), digo que me escribo a mí misma. Pero no a mí como autor que soy de mis propios pensamientos, sino a mí como ser universal, con la obligación de concebirse a sí mismo y con la valentía de enfrentarse a su propia conciencia.

Digo que me escribo, no porque guarde como preciosas estas tristes palabras, sino porque veo que mi destino consiste en enfrentarme a él desde las letras. Así que ahora quisiera comenzar, con juicio y serenidad mi noble oficio de escritora. Oficio, sino, pasión, resquicio. Soy escritora, para mí y para el mundo. Por más aciagos e infames que sean estos tiempos, decido sumergirme en ellos para tratar de extraer (si es que tengo la suerte) la esencia de lo humano, que vivirá por siempre a pesar de nuestra muerte, en la palabra y en el pensamiento.

Viva pues la ciencia exacta.