domingo, abril 08, 2007

La Cartuja de Parma

La Semana Santa que acaba de pasar ha sido por mucho la más reflexiva de mi vida, gracias a la lectura feliz de esta grandiosa narración de Stendhal. Por vez primera concibo con claridad absoluta los profundos ríos del espíritu italiano. Esta Italia endemoniada, apasionada, imaginativa e indomable que se ha encargado de forjar el alma de nuestra civilización, me ha mostrado que la palabra no puede ser producto más que de su construcción deliberada y entusiasta. La acción es hija del norte; el pensamiento del sur. Las brisas mediterráneas convirtieron al hombre en un ser apasionado, emotivo y orgulloso. Los vientos nórdicos terminaron por cortar todo refinamiento y pulir tan sólo el músculo de lo concreto, donde cada sutileza se ve mutilada por el pragmatismo.

La duquesa Sanseverina me recordó de muchas formas a la lady Clarick de Dumas (si es que acaso, como ya lo decía Balzac, en algo pueden compararse una mujer italiana y una francesa -o inglesa, para el caso da igual-). Tienen ambas ese mismo aire de superioridad y esa capacidad de subyugar a cualquiera que se cruce con su mirada, no sólo por su absoluta belleza, sino por la fuerza incomparable de sus almas. La Sanseverina es Italia. Es todas las mujeres del mundo, y a la vez, ninguna, porque su ingenio es inequiparable. Pensé que era ella la que hacía de La Cartuja una obra universal, como es la cultura (transmitida, como tan claramente lo saben las feministas, por las mujeres) la que hace de Italia una nación universal.

martes, febrero 13, 2007

Un año

Escribí en este espacio durante poco menos de un año, y hace por lo menos otro que dejé de intentarlo. A lo largo de mis veintidós años me he caracterizado por ser alguien obsesivo, pero a la vez y paradójicamente, falto de voluntad. Por un comentario reciente que recibí de alguien a quien quiero, redescubrí estas letras oxidadas de no leerlas, y sentí que fueron un esfuerzo noble. Tal vez ingenuo, pero exitoso en cuanto ejercicio literario y crítico. No sé si regresaré a ellas, pero sé que es tiempo de estirar la voluntad en mí para emprender, con la sobriedad que se merece, el camino hacia el pensamiento, hacia la palabra.

He escrito poco. Un par de cuentos aquí y allá, unos cuantos trabajos académicos que valgan la pena, y estos y otros comentarios azarosos en los que plasmo ideas que quisiera atesorar para cuando llegue la posteridad y su Alzheimer. Pero ahora me pregunto a quién le escribo. Una página en Internet es lo más lastimoso que puede ocurrírseme como respuesta. Así que, querido y solitario lector, con el respeto que le debo (y la enorme gratitud por tomarse el tiempo de pasar sus ojos sobre estas deplorables líneas), digo que me escribo a mí misma. Pero no a mí como autor que soy de mis propios pensamientos, sino a mí como ser universal, con la obligación de concebirse a sí mismo y con la valentía de enfrentarse a su propia conciencia.

Digo que me escribo, no porque guarde como preciosas estas tristes palabras, sino porque veo que mi destino consiste en enfrentarme a él desde las letras. Así que ahora quisiera comenzar, con juicio y serenidad mi noble oficio de escritora. Oficio, sino, pasión, resquicio. Soy escritora, para mí y para el mundo. Por más aciagos e infames que sean estos tiempos, decido sumergirme en ellos para tratar de extraer (si es que tengo la suerte) la esencia de lo humano, que vivirá por siempre a pesar de nuestra muerte, en la palabra y en el pensamiento.

Viva pues la ciencia exacta.